Tarta durante el fin de semana
en el que tuvieron lugar los hechos.
Tarta tiene la suerte de pasar algún
fin de semana que otro en tierras cántabras. La ocasión que nos
ocupa, andaba ella por un pueblecito de Santander, disfrutando del
mar y la brisa, cuando se percató de que en ausencia de humanos por
los alrededores igual podía hacer suya una caja de riquísimos
sobaos pasiegos que descansaba inocente en un lugar, en principio, y
según el pensar de una confiada mente humana, inaccesible para este
elemento. El caso es que, acceder lo que se dice acceder, accedió y
de qué manera. El primer testigo que llegó al lugar de los hechos
se la encontró tumbada pero con la cabeza erguida, satisfecha,
rodeada de trozos de celofán, perfectamente abiertos, restos de la
caja algo deteriorada y un sobao intacto, cercano pero rechazado, y
sin un ápice de culpabilidad en su cara.
Del por qué un perro bien alimentado
necesita comerse siete sobaos pasiegos, siete, siete y no ocho, el
porqué de dejar uno intacto entre el mar de trocitos de cartón de
la caja y envases de plástico, nunca lo sabremos. El cómo un
estómago puede digerir sin problema tamaña ingesta de bollería,
eso sí, artesana y de calidad, y sus correspondientes papelillos,
sin resentirse lo más mínimo y, doy fe de ello, pedir su cena a las
tres horas como si tal cosa, toca ya los márgenes de los
sobrenatural. Así es ella, espontánea y ocurrente.
La desazón de ese octavo sobao
pasiego, abandonado y rechazado, nadie puede alcanzar a asimilarla,
ni remotamente. Algunos votaban por enmarcarlo, otros por ingerirlo…
Al final se decidió que no había mejor homenaje que llevárselo a
Madrid al destinatario original de la caja. Se le saltaron las
lágrimas al pobre…
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